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miércoles, 13 de marzo de 2013

Educación especial, cambio, diversidad (III)


Todas las personas con discapacidad experimentan su condición de limitación social, bien sea por las condiciones de falta de accesibilidad de su entorno, por la fuerza imperante de las cuestionables ideas  sobre su inteligencia y competencia social, por la incapacidad del público para el uso de lengua e signos, o por la carencia de material en braille o por la permanencia de actitudes públicas hostiles hacia las personas con discapacidades no visibles.
Esta nueva concepción social de la discapacidad supone una ruptura sobre las concepciones y percepciones tanto de los profesionales, como de los medios de comunicación como de la sociedad toda. No sólo supone cambios mucho más amplios en la concepción de la discapacidad sino también en la accesibilidad y en los servicios y en  la educación especial.
Hasta ahora todas las definiciones y actuaciones de las personas con discapacidad siempre han sido concebidas por otros, nunca han sido la expresión de un grupo de personas que encuentran sus propia identidad, su propia historia; los atributos siempre han sido otorgados por otros. Esto nos debería de llevar a que más que buscar una explicación basada en las discapacidades de una persona, habría que buscarla en el poder que ostentan grupos significativos de poder para definir la identidad de otros. Por ello hasta ahora las intervenciones de los profesionales tenían muy presente la carencia de poder de las personas con discapacidad, su dependencia de por vida y su marginación y exclusión.
La lucha de las personas con discapacidad es contra la discriminación y su objetivo es alcanzar su participación efectiva en la sociedad, sentirse cómodas y seguras, con capacidad de elección y decisión.
Varios factores crean desequilibrio en esta lucha; en primer lugar, son muy desiguales las relaciones de poder entre quienes controlan la administración de los recursos y servicios para las personas con discapacidad y las personas que reciben esos servicios.
Por esta evidencia, los servicios no se consideran como una exigencia de los derechos de las personas con discapacidad sino como una concesión aleatoria de la administración limitada por la disponibilidad o por la dependencia de otras medidas para la población mayoritaria o incluso fuera de evaluación o de control de calidad limitándose a la simple prestación del servicio.
Pero las personas con discapacidad no son meros receptores de los servicios que le corresponden por ley sino que tienen un papel activo y  deberían de poder elegir los recursos que necesitan para su vida independiente y participar  en el  control y evaluación de esos servicios que reciben.
No debería de haber relaciones de poder porque todas las medidas han de basarse en el cumplimiento explícito de los derechos de las personas con discapacidad y porque todas  las personas deben de ser consideradas como poseedoras del mismo valor en la sociedad y para la sociedad.
Si las personas con discapacidad no son valoradas, tampoco lo serán ni los servicios que reciben ni los profesionales que los prestan.

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